jueves, 8 de noviembre de 2012

Desde el patíbulo # 5






Emilio almorzó en el Bogarín sabiendo que en cuanto saliera sería arrestado. Por eso se decidió a pagar por la colación completa, que incluía pan, jugo y postre. La comida le obsequiaría algunos minutos adicionales de libertad. No tenía necesidad de leer el diario para saber que la policía le pisaba los talones. Pero en aquella cantina se sentía con alguna seguridad. Ningún policía con dos dedos de frente se atrevería a cruzar la puerta y detenerlo allí dentro. Era uno de los locales preferidos por el hampa.

Miró por la ventana. En la vereda del frente, dos agentes de civil bostezaban, lo esperaban. Volvió a su cazuela cuando alguien desde detrás de la barra le hizo una seña para que se acercara. Era El Chaucha:

—Saldrás por esa puerta, campeón. Nos juntaremos en el paradero de Freire con Salas.

—Mierda, necesito un trago.


El Chaucha le hizo una seña a la señora que atendía la barra, y de inmediato le sirvió un cortito a Emilio:

—Escucha, estás metido hasta las orejas en esto, así es que desde este momento, si quieres mantenerte lejitos de la yuta, me vas a hacer caso en todo lo que te diga, ¿entendido?

—Comprendo, pero antes sírveme otro.

—Ya lo escuchó, doña…


Emilio salió tranquilamente por la puerta trasera y no tuvo muchos problemas para llegar al punto de encuentro. Pero entonces algo insólito ocurrió. Una chica de generoso escote pasó junto a él, tan cerca que le rozó el brazo con uno de sus pechos. Se sintió como tocado por una ardiente divinidad, y no pudo evitar seguir a la jovencita. Perdió la cuenta de todo lo que caminó, pero entonces llegó hasta una vieja casona pintada de rojo, ubicada en calle Ejército cerca de la Avenida Paicaví. De un par de ventanas colgaba un letrero medio descolorido que decía:

MARY LAND
Club Nocturno
Chicas & Fantasías


Era evidente que si le interesaba volver a verla debería regresar más tarde. De pronto recordó su cita con El Chaucha y se sintió mal por haberlo dejado botado. Necesitaría hacer las paces con aquel payaso callejero, si no quería ser encarcelado por volar el Banco E. Pero entonces sonó su celular. Era él:

—Me la haces una vez más y te entrego personalmente a la yuta, infeliz. Ahora escucha—dijo cambiando el tono— si quieres ganarte algunas luquitas esta noche, estaré en la Plaza Cruz en media hora más.


Aquel dinero era lo que necesitaba para volver al Mary Land por la noche. Seguramente debería colocar otro aparatito afuera de un banco, de una financiera o de una iglesia. Así funcionaba el asunto, y estaba dispuesto a llevar esa vida de prófugo, si conseguía lo suficiente para costearse esos pequeños placeres. Además, la sociedad estaba hace rato podrida. Un poco de fuego no le venía nada de mal. Caminó resuelto hacia la Plaza Cruz y encontró al Chaucha sentado en una banca. Tras disculparse por lo ocurrido, le preguntó por el trabajito:

—Se acabaron las bombitas por ahora, amigo mío— El Chaucha encendió un cigarrillo— Lo que necesito para hoy es un sicario. En un par de horas más, a esta misma plaza llegará el  diputado V.R. en su auto, y tras dar un par de vueltas recibirá un paquete de manos de un niño. Necesito que le dé un susto a ese idiota. Vendrá solo, por lo que podrá bajarlo sin problemas del auto, quitarle el paquete y darle una paliza. Pero no lo mate, lo necesitamos vivo. Le aconsejo discreción. Los V.R. son tipos muy peligrosos y vengativos. Use esta máscara de Vendetta, no se exponga. Después de un par de semanas nadie recordará el asunto, pero si se emborracha y abre la boca, considérese hombre muerto.


Emilio hizo algo de tiempo, alimentando las palomas y fumando para apaciguar los nervios ¡Cómo necesitaba un trago!  Mas era necesario que todo saliera impecable, de lo contrario mejor se olvidaba de volver a ver a esa chiquilla que lo deslumbró. A eso de las siete de la tarde, apareció el auto del diputado. Se acercó cautelosamente en cuanto divisó al niño portando una pequeña caja en sus manos. Se acomodó la máscara y atacó:

—¡Ahora sabrás lo que es bueno, infeliz! —le gritó al parlamentario, bajándolo a golpes de su auto y luego pateándolo en el suelo.

—¡No me mates, mi familia te dará lo que quieras! ¡Dinero, armas, drogas, niños! —suplicaba desesperadamente la autoridad.


Tras golpearlo algún rato asegurándose de no herirlo de muerte, tomó la misteriosa caja y echó a correr hacia la Avenida Manuel Rodríguez. Un par de horas más tarde, y ya más calmado, se juntó con El Chaucha en un bar de Paicaví llamado Chiquito. Le entregó el encargo y no pudo disimular su curiosidad:

 —¿Se puede saber qué contiene el paquete?

—Lo sabrá a su tiempo. Por ahora, mientras menos conozca del asunto, tanto mejor. Lo hiciste muy bien, te daré el doble de lo que acordado —le respondió El Chaucha.

—¿Por qué me elegiste para estos trabajos?

—Porque pese a estar acabado, sigues siendo uno de los nuestros. Y bueno, también porque esa linda muchachita a la que irás a ver esta noche a ese mugroso cabaret, es mi hija. 



viernes, 19 de octubre de 2012

La caída




Lo esperaban  en un departamento ubicado frente a la Plaza Independencia. Las elecciones serían en un par de semanas y Benito había hecho todo lo posible por sacarle alguna ventaja a Alonso, su contendor. La campaña había sido suficientemente álgida: declaraciones airadas, destrucción mutua de propaganda, trapitos sucios varios. La verdad, sin embargo, era que Benito y Alonso, al margen de su actividad política, cultivaban una gran amistad. Y como los buenos compadres que eran, acostumbraban a llevar a cabo todo tipo de andanzas. Eso sí, para evitar rumores, durante todo el período de campaña se mantuvieron alejados el uno del otro, hasta esa tarde. 

Alonso le abrió la puerta con una amplia sonrisa en los labios. Mujeres en poca ropa, bebida a destajo y dudosas sustancias sobre la mesa de centro decoraban la escena: 

¡Al fin llegaste, mi querido populista!

No podía faltar a esta cita. Más te vale que tu jefe de campaña muera pollo no más. Si esta junta llega a oídos de la prensa, nos vamos a la mierda los dos. 

Descuida, Benito. Te dije que te esperaría con lo mejor. Mira a esa chiquilla de al fondo. Diecisiete compadre, ni un añito más. Toda tuya para que la inicies como dios manda.

Me siento en deuda contigo. Ya, sírveme un whiscacho con harto hielo, pa’ ponerme a tono.

¿Viste la última encuesta? Estamos a dos puntos de distancia. Gente de mierda, no sé como cresta lo haces para que te compren el cuento.

Les doy lo que quieren, pues, Alonso. No ando ofreciendo cinco lucas por bandera, como tú. Yo les prometo hasta el cielo, y además les meto miedo contigo. Honestamente, mi buen amigo, no cuesta mucho atemorizarlos con lo patanes que son tus camaradas.


Ambos se recostaron sobre sillones de cuero. Algunas chicas se les acercaron, sentándose en sus piernas. Entonces sonó el timbre. 

¿Invitaste a alguien más, Alonso?

No, Benito. Ni idea de quién pueda ser. Alguna de ustedes que abra, pero con precauciónle indicó Alonso a las muchachas que permanecían de pie.


Una mujer de edad madura fue quien se aproximó a la puerta. Dio instrucciones para que bajaran el volumen de la música, en caso de que fuera algún vecino un tanto molesto con la fiestoca. Grande fue su sorpresa cuando al abrir la puerta se encontró con un par de periodistas. La visión de las cámaras fotográficas y de video fue definitivamente lo que la hizo entrar en pánico:

Escuche dijo una periodista, que parecía la más joven del montónsabemos que los dos candidatos están aquí. Podemos hacerlo de dos maneras, salen a hablar con nosotros por las buenas, o este escándalo se sabrá hasta en China.

¡Váyanse de aquí o llamo a los carabineros! gritó la mujer, cerrando de un portazo.


Adentro del departamento, Alonso y Benito se agarraron la cabeza al borde de la histeria. 

¡Te dije que tuvieras cuidado con la gente de tu partido, son todos unos hocicones! ¡Hocicones! gritó Alonso, dando vueltas por las habitaciones.

Seguramente fue la estúpida de tu secretaria. Capaz que sean esos chascones de los medios ciudadanos, ¡son los peores!

¡Estamos perdidos!


El timbre siguió sonando, pero nadie pensó siquiera en abrir la puerta. En ese momento, la mujer madura se acercó a los candidatos, y casi temblando, les dijo:

Todavía tienen una oportunidad de salir de aquí. Hay una escalera de emergencia a la que pueden llegar, pero implica pasarse al balcón de al lado, y sólo puede bajar uno a la vez, porque está que se manda abajo. El terremoto la dejó toda destartalada.

¿Y qué estás esperando? le gritó Benito ¡Llévanos a ella!


Ambos fueron conducidos hasta el lugar por la mujer. Efectivamente, había una escalera, pero al menos a simple vista, no ofrecía ninguna seguridad. Descolgarse por unas cuantas sábanas anudadas era sin duda mucho menos arriesgado. Pero bueno, ya sabemos cómo opera la desesperación en estos casos. 

¡Yo primero! vociferó Alonso tú me llevas ventaja, de los dos, soy el que está más cagado. Además, que no se te olvide que soy del Opus Dei.

¡De eso ni hablar! Yo bajo primero porque soy más liviano, tú vas a mandar abajo esta mugre de escalera.

¡Ándate la mierda! dijo finalmente Alonso, comenzando a descolgarse.

¡Miserable! Benito lo siguió, en un acto verdaderamente suicida.


La escalera crujía cada vez más fuerte, a medida que descendían. Incluso, un cartonero que acostumbraba a dormir en uno de los intersticios del estacionamiento del edificio, llegó a  despertarse con el ruido y los improperios que se lanzaban ambos candidatos. Cuando faltaban algo más de cuatro pisos por bajar, Alonso y Benito se encontraron pisando el mismo escalón. Al escuchar un grave crujido supieron enseguida que la escalera estaba cediendo. Se miraron a los ojos una última vez:

Cagamos.


El descenso fue rápido. Ambos cuerpos cayeron más o menos en el mismo lugar: el depósito de cartones del hombre que vivía en el estacionamiento. Por esos entonces, estaba repleto de propaganda electoral que había quitado con sus propias manos de postes y veredas. Gracias a su venta, aquellas últimas semanas había vivido como un rey, según le confesó a un amigo, en una cantina suficientemente alejada de ese lugar. 



El clandestino




Doña Elena manejaba el clandesta desde los dieciocho años. Mantuvo el negocio cuando se casó, y aquello le permitió mandar al diablo al tipejo, una vez que se acostumbró a golpearla cada vez que la creía infiel con algún cliente. Una vez recuperada su soltería, se dedicó a hacer crecer la empresa, y así pasaron los años. Sus vecinos de calle Finlandia guardaron celosamente el secreto y el clandestino prosperó. Sin embargo, la llegada al poder de una nueva autoridad –dueña de otros tres boliches similares- puso en serio riesgo la continuidad de su fuente de ingresos. 

Los allanamientos no se hicieron esperar, y como era de suponer, afectaron sólo a los locales de la competencia de la autoridad. A doña Elena le tocó recibir a los verdes dos veces en una misma semana. Se llenó de citaciones judiciales y perdió miles de pesos en todo el licor que le requisaron. 

- Si me la hacen una vez más estos infelices, me liquidan – le comentó a su vecina.

- Pero comadre, ¿y por qué no esconde la merca entre sus cosas? Yo, por ejemplo, tengo un sofá ahuecado en desuso que le vendría como anillo al dedo…


En un par de días, la casa de doña Elena había sido completamente remodelada. Los viejos muebles fueron reemplazados por otros nuevos, especialmente acondicionados para hacer frente a los allanamientos. Los efectivos que participaron de las operaciones no encontraron evidencia alguna, pronto se dieron por vencidos, y el negocio retomó su flujo habitual. Entonces, una noche, mientras Elena se fumaba un pucho a la luz de la luna, apareció Rigoberto. 

- Elena, dichosos los ojos que la ven, ¿se puede saber que está haciendo tan solita a estas horas?


Antiguo amor de adolescencia, Rigoberto había retornado hacía muy pocas semanas a Concepción. Esa noche se fumaron la cajetilla entera contándose sus triunfos y penurias. Pasaron algunos días, hasta que volvieron a verse. Esa vez, él la invitó a cenar donde Don Hugo. Pese a su experiencia vendiendo promos, chelas y petacas salvadoras, Elena sabía muy poco de trago. De allí que después de algunas cervezas y un par de piscos sours, se sintiera bastante mareada. Por supuesto, aquello no le impidió besarse largamente con Rigoberto, mientras esperaban una de las últimas micros hacia Hualpén en un paradero de calle Freire.   

Al bajarse de la micro, se dejó acompañar hasta su casa por Rigoberto, ofreciéndole pasar. Fue en ese momento cuando comenzó el desastre, si acaso pudiese ser llamado así. Elena no tuvo la precaución de advertir a Rigoberto acerca del doble fondo de los muebles, que fueron cediendo poco a poco ante la arrebatadora pasión de los amantes. El primero en caer fue el sofá, provocando una trizadura de garrafas de lo más significativa. Como bien se dice, el amor enceguece, y el parcito permaneció de lo más indiferente frente al verdadero río de vino que comenzó a brotar desde debajo del destartalado sofá mientras hacían el amor. 

Algo parecido ocurrió con los demás sillones y con el clóset, que fue derribado por los amantes en uno de sus tantos embates de éxtasis. Al menos ocho litros de cerveza empaparon vestimentas, zapatos y documentos. Ni hablar de la cama, donde las botellas de fuerte fueron despegándose y cayendo, una a una, de las tablas que afirmaban el catre, a medida que el asunto cobraba mayor intensidad. Ni siquiera el velador de doble fondo se salvó del frenesí amatorio de doña Elena y Rigoberto, partiéndose en dos y derramando el contenido de al menos diez petacas de ron. 

Por la mañana, Elena no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: un gran charco de licor cubría la alfombra, y otros cauces del mismo habían desembocado en la puerta de entrada. Se sentó cuidadosamente sobre el sofá, y cuando estaba a punto de echarse a llorar, sintió en su espalda el abrazo de Rigoberto. Con la mayor de las sonrisas, se había tomado la confianza de preparar el desayuno. Elena se dejó conducir hasta la cocina, pensando únicamente en la cantidad de esponjas que necesitaría para absorber todo ese trago.



Fantasma




En este cuarto
Un segundo antes de que la luz se apagara
Creí divisar a un fantasma
Junto a tus desnudas espaldas

Y ahora

Que nada veo sino a través 
                             de las yemas de mis dedos
No estoy seguro de si amaré a una o a dos
Es una incertidumbre algo placentera

Lo confieso

Pero lo que verdaderamente me atormenta
Es no recordar la ubicación del espejo.